Una mujer en nuestra Iliada
Rosa Miriam
Elizalde*
2007-06-22
La Jornada
Mi más temprano
recuerdo de Vilma Espín está asociado a una tarde de mi escuela primaria
en Sancti Spíritus, una de las primeras villas fundadas por los españoles
en Cuba, que a no ser porque en 1977 se hizo una nueva división político
administrativa de la isla, seguiría siendo una suerte de aldea de Bernarda
Alba y no la capital de la provincia que hoy es. Allí, como en todas
partes de mi país en la década de los años 70, las historias de la Sierra
Maestra y de la lucha clandestina en La Habana y Santiago contra la
tiranía de Batista eran nuestra Iliada y la maestra nos la
contaba por iniciativa propia como si la estuviera viviendo otra vez, en
cierto modo espectral.
Un día llevó una foto de una mujer
bellísima, vestida de guerrillera y sonriendo a la cámara. La había
arrancado de una revista, creo. Clavó la imagen en la pizarra y nos habló
de esta muchacha que antes del triunfo de la revolución llegaría a ser
jefa del Movimiento 26 de Julio en todo Oriente, se había enamorado en la
Sierra Maestra de Raúl Castro y era en ese momento la presidenta de la
Federación de Mujeres Cubanas, organización particularmente querida en los
pueblecitos rurales de Cuba porque significaba círculos infantiles -a los
que yo asistí-, empleos, leyes de protección familiar y las escuelas para
campesinas Ana Betancourt, que llegaron a graduar cada año a 10 mil
mujeres -entre las que se encontraban casi todas las de mi familia-, por
primera vez tenidas en cuenta institucionalmente en un país de visceral
tradición machista.
No logro recordar ahora todos los detalles de
las palabras de mi maestra Juana Morera. Sin embargo, jamás olvidé la
anécdota en la que Vilma, buscada con saña por los esbirros de la
dictadura batistiana, se salvó de una emboscada en plena ciudad de
Santiago de Cuba. La casa donde estaba escondida fue identificada y cuando
ya los policías registraban el lugar, ella saltó al tejado de la casa
contigua, en camisón de dormir y con el pelo suelto, que entonces le
llegaba hasta la cintura. El techo era a dos aguas y como su figura
iba emergiendo lentamente ante la visión de una señora que estaba
tendiendo ropa en el patio, ésta creyó que era la mismísima Virgen María
quien estaba apareciendo ante sus ojos. La mujer se arrodilló y empezó a
gritar: "¡Milagro! ¡Milagro!" En la confusión, Vilma escapó.
Por
supuesto, a medida que fui creciendo, Vilma me resultó cada vez más
familiar y milagrosa. Y utilizo esta última palabra con alevosía, porque
en el camino íbamos descubriendo que la Federación de Mujeres Cubanas
defendía y ejecutaba un proyecto de dignidad para la mujer sin enfrentarla
socialmente al hombre, sino educándolo, y a la par luchaba a brazo partido
por erradicar todo vestigio de discriminación. Fue ella la primera que le
habló al país acerca de la igualdad de género y, en particular, de los
derechos de los homosexuales y de los transexuales a una vida plena, a
contracorriente de una especie de marxismo victoriano que se mezcló en la
isla con la plaga autóctona del machismo e hizo sufrir a no poca
gente.
La primera vez que conversé con ella, frente a frente, fue a
principios de los años 90, a raíz de un reportaje que yo había publicado
en Juventud Rebelde acerca de la prostitución en Cuba, que
reaparecía asociada al turismo, una de las principales fuentes de ingresos
en divisas a las que acudió desesperadamente el país para atenuar la
crisis económica. Con la caída del campo socialista y el oportunista
recrudecimiento del bloqueo estadunidense en medio del llamado periodo
especial, la "jinetera" se convirtió de la noche a la mañana en un
producto de marketing en el mercado político, que supuestamente servía
para demostrar el fracaso de la revolución cubana. Se sacaba una cuenta
muy simple: si había reaparecido la prostituta -una figura casi
desaparecida poco después de 1959, gracias a las medidas sociales-, el
proyecto político había abortado.
Jamás olvidaré la conversación
con Vilma. Me impresionó su dulzura y mientras le hablaba a esta
periodista que prácticamente acababa de graduarse en la universidad, no
podía quitarme de la cabeza la imagen primera que tuve de ella en mi
escuelita perdida en el centro de la isla. Vilma me dio un consejo que
para mí fue una lección de ética: "No olvides que las jineteras no son
prostitutas a secas; son en todo caso nuestras prostitutas, y no hay que
satanizarlas, porque se corre el riesgo de actuar contra la víctima, en
vez de atacar el mal."
Entre las muchas personas que entrevisté
para aquel reportaje que luego creció y terminó en un libro, se encontraba
Alfonsina Benítez. Ella había sido una de las 100 mil prostitutas que
existían en Cuba en 1959, la más alta tasa por habitantes probablemente
del mundo -el país tenía entonces una población de 6 millones. Alfonsina,
como muchas otras, se hizo enfermera gracias a los programas de la
Federación de Mujeres Cubanas. Entre otras muchas cosas, le pregunté qué
era lo más importante que le había ocurrido en su vida. Me respondió sin
titubear: "Todas las mujeres que yo conocí en la casa de putas tenían un
nombre falso, para no avergonzar a su familia. Lo más importante que me ha
ocurrido en la vida es que recuperé mi nombre."
En el Teatro Karl
Marx de La Habana, reencontré a Alfonsina. Estaba entre la multitud que
asistió a uno de los homenajes que se le hicieron a Vilma en todo el país,
apenas se conoció la noticia de su muerte. Alfonsina ni siquiera me vio
cuando la saludé entre la gente. Lloraba como una
criatura.
* Periodista
cubana
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