Carlos Montemayor
Adiós, Jorge Bolaños
El embajador de Cuba en
México, Jorge Bolaños, en imagen de archivo Foto: José Carlo
González
El heraldo fue, en remotos tiempos, la función y figura primigenia del
responsable de establecer contacto entre pueblos distintos para transmitir
comunicados, mensajes o propuestas que pudieran ayudar a afirmar alianzas
o asegurar la paz. Difícil tarea la de acercarse a pueblos de distintas
lenguas y culturas y tener la capacidad de regresar indemne al propio
pueblo y con resultados positivos. Un servicio así requería de múltiples
cuidados, sobre todo si el carácter expansionista de un pueblo se quería
volcar e imponer sobre otro. No podemos saber cuántos heraldos lograron
llegar a depositar sus mensajes y retornar a salvo con respuestas
útiles.
La historia griega, particularmente la precedente a la guerra del
Peloponeso, ilustra la primera gran transformación del heraldo en un
persuasivo orador político que debía convencer a los pueblos adonde se le
enviaba que la guerra o la paz convendría verlas de acuerdo con los
intereses y la óptica de la ciudad o el gobierno que él
representaba.
Tarea escabrosa o imposible fue más tarde la del orador o el heraldo
que debía representar a pueblos inferiores a Roma o a los pueblos que Roma
quería someter. Cuando un país ejerce un poder omnímodo es imposible
distinguir entre las órdenes impositivas y la negociación. Los poderes no
aceptan negociar su poder; entienden la negociación como sometimiento
voluntario o como mero trámite para el avasallamiento.
En Bizancio y en Venecia ocurrieron otros procesos que transformaron
profundamente las funciones de estos heraldos y oradores. El arte de la
negociación en Bizancio requería de sus enviados una capacidad peculiar de
observación y de juicio que les permitiera conocer y comprender las
circunstancias por las que atravesaba en un momento dado la provincia,
región o pueblo que Bizancio deseaba debilitar, apoyar o convertir al
cristianismo (lo cual era otra forma de control). Más que heraldo u orador
se trataba ahora de una figura profesional más cercana a nuestro tiempo:
un conocedor político, un observador político que ayudara a tomar
decisiones al imperio con bases sólidas, con conocimiento objetivo y no
superficial.
El establecimiento de misiones diplomáticas permanentes constituyó un
proceso notable en la segunda mitad del siglo XIII en Venecia y otras
ciudades-Estado italianas. Además del ingenio y buen gusto que los viejos
italianos poseían, el establecimiento de estas misiones diplomáticas fue
alentado por el hecho de que ninguna de las ciudades-Estado tenía el poder
suficiente para someter a las otras y, por tanto, la negociación y la
información de todo cuanto ocurriera en las demás era vital para
establecer alianzas que la ayudaran a sobrevivir, crecer o fortalecerse.
En Venecia surgió el requisito de las cartas credenciales y el sistema de
las instrucciones con lenguaje en clave, de donde algunos han imaginado
que proviene el término diplomático: el que tiene un doble (o encubierto)
conocimiento.
Siglos más adelante, al cabo de la guerra llamada de Treinta Años, con
la Paz de Westfalia, en 1648, se asentaron dos esenciales principios en el
mundo europeo y en el derecho internacional, base del trabajo diplomático
del mundo moderno: la libertad religiosa y la igualdad de los
estados.
Pero no pensemos que el heraldo fue sustituido por el orador, y éste
por el observador político, y éste por el diplomático de carrera actual.
Estas funciones siguen operando en nuestros días, porque el mundo actual
no ha cambiado mucho. El poder no entiende de diplomacia. El poder no
quiere la diplomacia. Para el poder no hay igualdad de los estados ni hay
libertad de credo religioso ni político. En este vaivén, en este a veces
vendaval de la globalización que nos define como iguales, pero que nos
exprime y tritura, la diplomacia parece menos importante que el poder del
mercado y de las alianzas financieras.
Permítanme dar un ejemplo de la diplomacia moderna. El poder militar y
económico globalizador cree que no tenemos memoria. En los años 80, dos
después de que aviones israelíes destruyeron el reactor Osirak, eje del
programa nuclear iraquí, el entonces presidente Ronald Reagan envió como
representante personal ante Saddam Hussein al joven político Donald
Rumsfeld. Llegó a Bagdad hace 25 años el que después sería secretario de
Defensa para renovar las relaciones diplomáticas, militares y comerciales.
Un apoyo peculiar, a partir de ese momento, estuvieron brindando a Hussein
los gobiernos de Reagan y George Bush padre: dinero y materias primas
necesarias para iniciar la producción de armas de destrucción masiva. El
enemigo del momento para los gobernantes de Estados Unidos no era Irak,
sino Irán. Entre 1985 y 1988 los gobernantes estadunidenses aprobaron el
envío a Irak de 70 provisiones de microrganismos, entre ellos la bacteria
de ántrax. La familia Bush y políticos como Donald Rumsfeld recordarían
después esa ayuda que prestaron a Saddam Hussein en materia de armas
químicas, biológicas y nucleares. A la diplomacia de Estados Unidos le
sucedió lo que a las más distinguidas familias de la mafia: sus mejores
amigos de ayer son sus peores enemigos de hoy. Ayer Osama Bin Laden fue un
héroe para Reagan en la lucha de Afganistán contra los soviéticos; hoy es
la cabeza del terrorismo mediante el cual justificó Bush la invasión de
Afganistán. Ayer ayudaron a Saddam Hussein para que iniciara la producción
de armas de destrucción masiva; después lo derrocaron, invadieron su país
y lo mataron por haber aceptado esa ayuda.
Es decir, al puñado de gobernantes estadunidenses no le basta la
seguridad comercial, la amistad internacional, el libre mercado de los
hidrocarburos, el respeto a la vida de los pueblos ni el estatus de socios
comerciales. Por eso deciden plantear al mundo una guerra nueva,
diferente, que bajo el concepto de lucha contra el terrorismo los autorice
a definir los espacios, países, gobiernos, dirigentes y movimientos
sociales que tendrían derecho a existir o merecerían la guerra. Este
reajuste político y militar no constituye tampoco una propuesta de
solución ni de mejoramiento de las condiciones sociales, económicas,
políticas o militares de los pueblos que habitan las zonas designadas como
ejes del mal, sino solamente una recomposición militar de acuerdo con los
intereses de los gobernantes de Estados Unidos y de los grandes consorcios
petroleros. El poder que ha vencido en la guerra fría no se
propuso construir una nueva paz entre los países, no se ha propuesto
construir un mejor ser humano; desea encontrar nuevos enemigos y
justificar nuevas injustificables guerras.
Respetado y querido embajador Jorge Bolaños: contigo los mexicanos
hemos confirmado la dignidad del trabajo diplomático. La dignidad que nace
del principio de la igualdad de los estados. Que nace de la libertad de
pensar y creer. De pensar y crear. Borges decía que a todos los hombres
nos tocan malos tiempos en que vivir. Nos ha tocado presenciar a nosotros
el doblegamiento de gran parte del mundo al nuevo colonialismo mundial que
llamamos globalización económica. Los recientes gobiernos de México se han
sometido dócilmente a ese colonialismo y han tratado de afectar las
profundas e indetenibles raíces fraternales de nuestros países, de Cuba y
de México, de Cuba y de América Latina, de Cuba, México y el mundo. En uno
de estos quiebres diplomáticos del gobierno de México, en 2001, dije en La
Habana que la libertad no es sólo un reducto de la memoria, una gesta del
pasado, un mérito de los antiguos. La libertad es un ejercicio diario.
Tenemos que construirla día con día. Fuimos libres ayer, pero debemos
serlo nuevamente hoy. La dignidad de nuestros abuelos y de nuestros padres
no asegura hoy nuestra dignidad. Cada generación tiene el compromiso con
su propia dignidad. La dignidad se acrisola con el paso de los días, de
los años, de las luchas, de las dudas, para no pisotear lo que
orgullosamente fuimos, para que nadie se vuelva contra sí mismo y contra
lo que amó, contra lo que respetó, contra lo que aspiraba a
ser.
Gracias, embajador Jorge Bolaños, por tu trabajo digno de cada día. Por
tu labor como heraldo, como -pocas veces, ciertamente- orador; como
observador, como conocedor ponderado del pulso político, como diplomático
profesional en una época de conmociones internacionales y nacionales.
Nuestra amistad y aprecio, nuestra admiración, no derivan solamente de
nuestra raíz solidaria y fraternal con el pueblo cubano, sino de la
nitidez de la dignidad de tu trabajo en México. Gracias por tu dignidad de
cada día. Por tu labor que nos engrandece a todos. Por esa dignidad, por
ese valor, ahora que te alejas oficial y físicamente de estas nuestras
tierras, te pido en nombre de mis amigos, mis colegas, mis hermanas y
hermanos, que aceptes ser, por donde vayas, en Cuba o en cualquier otra
parte del mundo, embajador de los mexicanos que hoy te despedimos,
embajador de los mexicanos que creemos en la dignidad de los pueblos, en
la libertad de los pueblos, en la hermandad indestructible de los pueblos.
Diles que habemos mexicanos que amamos y respetamos a Cuba, que amamos y
respetamos la libertad y la pureza del mundo. Y que en tus manos, en tu
inteligencia, en tu dignidad, depositamos el mensaje fraterno a tu pueblo
y a todos aquellos que aún creen que un mundo mejor es posible. Adiós,
nuestro nuevo y entrañable
embajador.