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Sent: Wednesday, December 13, 2006 11:51 AM
Subject: Odio y rencor en la despedida final

EL FUNERAL DE PINOCHET DESPERTO LOS PEORES FANTASMAS DE LA GUERRA FRIA

Odio y rencor en la despedida final

Mientras desde los balcones de Santiago las madres bautizaban al Chile por nacer, en la Escuela Militar los honores para el dictador muerto quedaron en manos de los nuevos Pinochets. Todo el empresariado local parecía estar allí, junto a jefes militares y eclesiásticos. Fuera de programa habló el hijo militar de Pinocho.

Por Cristian Alarcón | Página 12
Desde Santiago de Chile
–¡A-güi-ta! ¡A-güi-ta!
Gritan los jóvenes que caminan por la zona de la embajada de Estados Unidos, entre el Río Mapocho y un coqueto barrio que lo separa de la Alameda.
–¡A-güi-ta! ¡A-güi-ta!
Y desde los balcones, cuando el visitante cree que se trata de una broma contra pinochetistas recalcitrantes, salen las doñas con sus teteras y sus fuentones llenos de agua y los lanzan como maná sobre los manifestantes. Así, ellos, ellas, bautizan a un Chile sin Pinochet, así festejan el martes a las tres de la tarde la muerte del ex dictador chileno. El agua, con este calor santiaguino bien seco, resulta un regalo. A lo largo de la calle los vecinos siguen con su rito. Los estudiantes, los trabajadores ambulantes, la cartera que me dice que hoy no quiso repartir más por el centro esos sobres que le dan de comer, gritan a los de verde que los esperan en la boca de Plaza Italia.
–¡Pacos, culiaos, cafishes del Estado!
A una hora y media de Santiago, en un cementerio parque de la costa marina, en Concón, creman el cuerpo del general muerto. Toda la mañana duró la despedida. Toda la mañana, el cronista, parado, bajo un paraguas chino para no caer bajo el sol, como muchos otros, disimulando su horror, en la Escuela Militar, entre la multitud de momios y momias, en la exaltación fatua por el máximo líder que la derecha tuvo y tendrá. Y dale que va: ¡Chi! ¡Chi! ¡Chi! ¡Le! ¡Le! ¡Le! ¡Viva Chile-Pinochet!
Llego tarde a la entrada de la prensa extranjera y me someto, en el costado por donde logré escabullirme ayer, a una nueva negociación. El titular del lunes de Página/12 no ayuda. Ha sido repetido en casi todos los medios. Ha causado asco en el pinochetismo, y simpatía en el resto. Pero es una cruz indisimulable. La credencial es observada con detenimiento por el paco que controla el portón. Sólo dice: “Señor, no puede pasar, atrás, aléjese por favor”.
Entonces, pos no queda más remedio que por televisión –tentación que embarga al cronista con sólo mirar el panorama alrededor– o avanzar, haciendo uso del uniforme de gil que se puso para la ocasión.
El patio de la Escuela Militar está lleno de deudos políticos pero no repleto. Es enorme. La seguridad ha dispuesto un cordón que deja una explanada del tamaño de media manzana libre entre la gente y las escalinatas. Primero se desarrolla la misa en un patio interior llamado Alpatacal, o Patio de Honor. Allí se sucede una misa oficiada por el obispo castrense, que fue el primero en cosechar vítores de la concurrencia. “Recordemos que en 1987 recibió a su santidad Juan Pablo II”, dijo y los pinochetistas, fervorosos católicos, aplaudieron. Sólo 300 personas ingresaron al Alpatacal, más unos cien periodistas. Los demás, este cronistas entre todos ellos, miles, se acomodaron, parados, alrededor del gran patio de entrada de la Escuela. Pero los parlantes reprodujeron la misa.
–Atención pinochetistas!... Ce-Hache-I: ¡Chi! –propone uno.
–Ele-E: ¡Le! –contestan cientos.
–¡Chi! ¡Chi! ¡Chi! ¡Le! ¡Le! ¡Le! ¡Viva Chile Pinochet! –todos a coro.
–¡Y la señora Lucía! –dice el que lanzó el grito.
–¡También! –braman todos.
Lucía Hiriart de Pinochet es la reina de este funeral con cara de fiesta. Participa con su traje negro y sus gafas oscuras, con el mismo peinado que el país entero le ha visto desde que apareció en escena, en 1973, creando entonces los famosos Centros de Madres de Chile, Cema Chile, junto al general Oscar Izurieta Ferrer, el actual comandante en jefe del Ejército. Pero la familia, “El Clan”, como le dicen los medios ya, ha decidido, de manera brillante, que los que hablen no sean los viejos, sino las nuevas generaciones de Pinochet. La muchacha, de belleza latina, habla desde el corazón. Parecen sus palabras un acuerdo que ha sido sellado en las salas de las residencias de la parentela, pero surgen efecto, emocionan a la multitud. “No se preocupe por la mami –le dice a su abuelo muerto–, porque ella nunca va a estar sola.”
A la nieta bonita la sigue uno de sus primos, Rodrigo García Pinochet, en nombre de los “nietos mayores”. “No estamos solos, son miles de personas las que te despiden”, le dijo al abuelo. “¡Viva Chile!”, gritó al final. Y los miles: “¡Chi! ¡Chi! ¡Chi! ¡Le! ¡Le! ¡Le!”. La ronda de despedida al general daba vueltas el cerco puesto para que se desarrolle la ceremonia final y honorífica. En ese espacio quedaban los cañones de cien años, listos para disparar, y el lugar para que entren los caballos y lo que llaman la curiña para transportar el féretro. En el extremo derecho, algunos abandonaban los discursos para compartir anécdotas familiares. Era el costado más luqueado del masivo cortejo a Pinochet. Lentes para sol de todas las marcas, jeans, zapatillas caras para los informales. Trajes rigurosos para los ejecutivos escapados de sus oficinas. La clase empresaria estaba toda allí. A tal punto lamenta la muerte del ex dictador el empresariado chileno que ayer se hacían las elecciones de la Confederación de la Producción y del Comercio (CNC) y se adelantaron para que los ejecutivos pudieran asistir al funeral.
El tercer orador, no previsto en el acto oficial, fue el nieto militar. Augusto Pinochet Molina, capitán del ejército, terció con un discurso en el que por fin, para la concurrencia, habló del valor del general, “un hombre que enfrentó al enemigo marxista... un hombre que derrotó en plena Guerra Fría al modelo marxista que pretendía imponer su modelo totalitario no mediante el voto, sino más bien derechamente por el medio armado”, dijo, vestido con las galas del ejército chileno, y ante la ministra de Defensa, Vivianne Blanlot. Los presentes tuvieron su minuto de gloria. Era lo que esperaban escuchar. “¡Comunistas maricones! ¡Les mataron los parientes por güeones!”, se escuchó de un pequeño grupo de jóvenes rubios que saltaban con una bandera de Patria y Libertad con un signo en negro demasiado parecido a la esvástica nazi. Faltaba todavía que hablara la hija del general, Lucía Pinochet Hiriart. “La prensa internacional no entenderá que sin presión y sin premios sean capaces de mostrar agradecimiento por quien han tratado con los peores epítetos”, dijo.
Luego le tocó a Hernán Guillof, presidente de la Fundación Pinochet. El hombre, de un tono parecido al gangoso que tenía el propio difunto en vida, lo calificó como “el hombre que cambió la historia de Chile” y “el arquitecto del nuevo Chile”. Eran las 12.32 cuando largó una parrafada Carlos Cáceres Contreras, ex ministro de Hacienda y de Interior de Pinochet, en nombre de los que fueron sus “colaboradores”. Llegó por fin el último de los oradores, el comandante en jefe del Ejército, Oscar Izurieta. Entró mal. Despedimos, dijo, a un ex comandante en jefe. Se equivocó. “¡Presidente, presidente!”, fue el grito de desautorización. Y enseguida lo que en Chile se conoce como pifia: el chiflido general. Justo frente a los cañones que esperaban para dar las salvas un grupo de mujeres multicolores entonaba cantitos sin cesar. “¡Ministra de Defensa, usted es una ofensa!”, decían. Y se lanzaron contra el comandante Izurieta: “¡Cagón! ¡Cagón!”, y la multitud se sumó. “¡Cobarde!”, gritó un hombre de traje europeo. Todos, al unísono: “¡Izurieta! ¡Entiende! ¡La patria no se vende!”.
Este cronista, un chileno exiliado a los cuatro años y medio, a estas alturas, confiesa, no daba más. Aunque como muchas señoras y señores se había comprado el paragüitas chino a dos mil pesos, el calor, y el clima reinante lo tenían abatido. Por suerte, pronto todo terminó. Un adolorido músico de ojos en lágrimas, todo de negro, sacó de su bolso una trompeta y entonó ese sonido lúgubre que sirve para despedir a los muertos. Ahí nomás sonaron los cañones. Uno. Dos. Tres. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! “Nunca te olvidaremos mi general”, dijo una voz plañidera por allá. “¡Gracias mi general Pinochet!”, largó otra, más acá. “¡Viva Bachelet!”, se atrevió otra infiltrada como yo, una señora de joging rojo que había estado allí para puro molestar en el momento final, para embarrarles la fiesta, y reírseles en la cara. “¿Quién dijo eso?”, preguntó un hombre pasos atrás. “¡Bachelet!”, volvió a decir la señora, ahora más bajito, pero bien clarito. “Es la de rojo, güeón”, acusó un pibe que parecía un motoquero, pero facho. Y pidiendo permiso abrieron paso rumbo a la zurda desubicada. Temí por ella. Quedé duro. Pensé que la linchaban. Pero ella, tan fresca, como si nada, simplemente se desplazó como sobre patines entre otras viejas, y se perdió entre tanto fascista reunido a esa hora caliente del mediodía. Por suerte, porque a la salida se mostró que los deudos del general podían ser bien valerosos para defender su honor. A uno le rompieron la cabeza. A otro le dieron un puntapié. Y juntos, envalentonados, sacaron a relucir unos cantos, que parecían una confesión: “Con la lengua de Lagos/ haremos arrollados/ de donde comerán/ marxistas y exiliados”, cantaron. El cronista, exiliado al fin, dejó la escena en un taxi que pasó, y lo llevó a la marcha de la agüita lloviendo de los balcones de la Avenida Costanera. Hasta que llegaron los pacos. Y nos corrieron. Pero por suerte, estábamos todos bien entrenados. Y nos mojó sólo el agua que venía del cielo.
 



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