EL FUNERAL DE PINOCHET DESPERTO LOS PEORES
FANTASMAS DE LA GUERRA
FRIA
Odio y rencor en la despedida final
Mientras desde los balcones de Santiago las madres
bautizaban al Chile por nacer, en la Escuela Militar los honores para el dictador
muerto quedaron en manos de los nuevos Pinochets. Todo el empresariado local
parecía estar allí, junto a jefes militares y eclesiásticos. Fuera de programa
habló el hijo militar de Pinocho.
Por Cristian
Alarcón | Página 12
Desde Santiago de
Chile
–¡A-güi-ta!
¡A-güi-ta!
Gritan los jóvenes que caminan por la zona de la
embajada de Estados Unidos, entre el Río Mapocho y un coqueto barrio que lo
separa de la
Alameda.
–¡A-güi-ta! ¡A-güi-ta!
Y
desde los balcones, cuando el visitante cree que se trata de una broma contra
pinochetistas recalcitrantes, salen las doñas con sus teteras y sus fuentones
llenos de agua y los lanzan como maná sobre los manifestantes. Así, ellos,
ellas, bautizan a un Chile sin Pinochet, así festejan el martes a las tres de la
tarde la muerte del ex dictador chileno. El agua, con este calor santiaguino
bien seco, resulta un regalo. A lo largo de la calle los vecinos siguen con su
rito. Los estudiantes, los trabajadores ambulantes, la cartera que me dice que
hoy no quiso repartir más por el centro esos sobres que le dan de comer, gritan
a los de verde que los esperan en la boca de Plaza
Italia.
–¡Pacos, culiaos, cafishes
del Estado!
A
una hora y media de Santiago, en un cementerio parque de la costa marina, en
Concón, creman el cuerpo del general muerto. Toda la mañana duró la despedida.
Toda la mañana, el cronista, parado, bajo un paraguas chino para no caer bajo el
sol, como muchos otros, disimulando su horror, en la Escuela Militar,
entre la multitud de momios y momias, en la exaltación fatua por el máximo líder
que la derecha tuvo y tendrá. Y dale que va: ¡Chi! ¡Chi! ¡Chi! ¡Le! ¡Le! ¡Le!
¡Viva Chile-Pinochet!
Llego tarde a la entrada de la prensa extranjera y me someto, en el
costado por donde logré escabullirme ayer, a una nueva negociación. El titular
del lunes de Página/12 no ayuda. Ha sido repetido en casi todos los medios. Ha
causado asco en el pinochetismo, y simpatía en el resto. Pero es una cruz
indisimulable. La credencial es observada con detenimiento por el paco que
controla el portón. Sólo dice: “Señor, no puede pasar, atrás, aléjese por
favor”.
Entonces, pos no queda más remedio que por televisión –tentación que
embarga al cronista con sólo mirar el panorama alrededor– o avanzar, haciendo
uso del uniforme de gil que se puso para la
ocasión.
El
patio de la Escuela
Militar está lleno de deudos políticos pero no repleto. Es
enorme. La seguridad ha dispuesto un cordón que deja una explanada del tamaño de
media manzana libre entre la gente y las escalinatas. Primero se desarrolla la
misa en un patio interior llamado Alpatacal, o Patio de Honor. Allí se sucede
una misa oficiada por el obispo castrense, que fue el primero en cosechar
vítores de la concurrencia. “Recordemos que en 1987 recibió a su santidad Juan
Pablo II”, dijo y los pinochetistas, fervorosos católicos, aplaudieron. Sólo 300
personas ingresaron al Alpatacal, más unos cien periodistas. Los demás, este
cronistas entre todos ellos, miles, se acomodaron, parados, alrededor del gran
patio de entrada de la
Escuela. Pero los parlantes reprodujeron la
misa.
–Atención pinochetistas!... Ce-Hache-I: ¡Chi! –propone
uno.
–Ele-E: ¡Le! –contestan cientos.
–¡Chi! ¡Chi! ¡Chi! ¡Le! ¡Le! ¡Le! ¡Viva Chile Pinochet! –todos a
coro.
–¡Y
la señora Lucía! –dice el que lanzó el
grito.
–¡También! –braman todos.
Lucía Hiriart de Pinochet es la reina de este funeral con cara de fiesta.
Participa con su traje negro y sus gafas oscuras, con el mismo peinado que el
país entero le ha visto desde que apareció en escena, en 1973, creando entonces
los famosos Centros de Madres de Chile, Cema Chile, junto al general Oscar
Izurieta Ferrer, el actual comandante en jefe del Ejército. Pero la familia, “El
Clan”, como le dicen los medios ya, ha decidido, de manera brillante, que los
que hablen no sean los viejos, sino las nuevas generaciones de Pinochet. La
muchacha, de belleza latina, habla desde el corazón. Parecen sus palabras un
acuerdo que ha sido sellado en las salas de las residencias de la parentela,
pero surgen efecto, emocionan a la multitud. “No se preocupe por la mami –le
dice a su abuelo muerto–, porque ella nunca va a estar
sola.”
A
la nieta bonita la sigue uno de sus primos, Rodrigo García Pinochet, en nombre
de los “nietos mayores”. “No estamos solos, son miles de personas las que te
despiden”, le dijo al abuelo. “¡Viva Chile!”, gritó al final. Y los miles:
“¡Chi! ¡Chi! ¡Chi! ¡Le! ¡Le! ¡Le!”. La ronda de despedida al general daba
vueltas el cerco puesto para que se desarrolle la ceremonia final y honorífica.
En ese espacio quedaban los cañones de cien años, listos para disparar, y el
lugar para que entren los caballos y lo que llaman la curiña para transportar el
féretro. En el extremo derecho, algunos abandonaban los discursos para compartir
anécdotas familiares. Era el costado más luqueado del masivo cortejo a Pinochet.
Lentes para sol de todas las marcas, jeans, zapatillas caras para los
informales. Trajes rigurosos para los ejecutivos escapados de sus oficinas. La
clase empresaria estaba toda allí. A tal punto lamenta la muerte del ex dictador
el empresariado chileno que ayer se hacían las elecciones de la Confederación de
la
Producción y del Comercio (CNC) y se adelantaron para que los
ejecutivos pudieran asistir al funeral.
El
tercer orador, no previsto en el acto oficial, fue el nieto militar. Augusto
Pinochet Molina, capitán del ejército, terció con un discurso en el que por fin,
para la concurrencia, habló del valor del general, “un hombre que enfrentó al
enemigo marxista... un hombre que derrotó en plena Guerra Fría al modelo
marxista que pretendía imponer su modelo totalitario no mediante el voto, sino
más bien derechamente por el medio armado”, dijo, vestido con las galas del
ejército chileno, y ante la ministra de Defensa, Vivianne Blanlot. Los presentes
tuvieron su minuto de gloria. Era lo que esperaban escuchar. “¡Comunistas
maricones! ¡Les mataron los parientes por güeones!”, se escuchó de un pequeño
grupo de jóvenes rubios que saltaban con una bandera de Patria y Libertad con un
signo en negro demasiado parecido a la esvástica nazi. Faltaba todavía que
hablara la hija del general, Lucía Pinochet Hiriart. “La prensa internacional no
entenderá que sin presión y sin premios sean capaces de mostrar agradecimiento
por quien han tratado con los peores epítetos”,
dijo.
Luego le tocó a Hernán Guillof, presidente de la Fundación
Pinochet. El hombre, de un tono parecido al gangoso que tenía
el propio difunto en vida, lo calificó como “el hombre que cambió la historia de
Chile” y “el arquitecto del nuevo Chile”. Eran las 12.32 cuando largó una
parrafada Carlos Cáceres Contreras, ex ministro de Hacienda y de Interior de
Pinochet, en nombre de los que fueron sus “colaboradores”. Llegó por fin el
último de los oradores, el comandante en jefe del Ejército, Oscar Izurieta.
Entró mal. Despedimos, dijo, a un ex comandante en jefe. Se equivocó.
“¡Presidente, presidente!”, fue el grito de desautorización. Y enseguida lo que
en Chile se conoce como pifia: el chiflido general. Justo frente a los cañones
que esperaban para dar las salvas un grupo de mujeres multicolores entonaba
cantitos sin cesar. “¡Ministra de Defensa, usted es una ofensa!”, decían. Y se
lanzaron contra el comandante Izurieta: “¡Cagón! ¡Cagón!”, y la multitud se
sumó. “¡Cobarde!”, gritó un hombre de traje europeo. Todos, al unísono:
“¡Izurieta! ¡Entiende! ¡La patria no se
vende!”.
Este cronista, un chileno exiliado a los cuatro años y medio, a estas
alturas, confiesa, no daba más. Aunque como muchas señoras y señores se había
comprado el paragüitas chino a dos mil pesos, el calor, y el clima reinante lo
tenían abatido. Por suerte, pronto todo terminó. Un adolorido músico de ojos en
lágrimas, todo de negro, sacó de su bolso una trompeta y entonó ese sonido
lúgubre que sirve para despedir a los muertos. Ahí nomás sonaron los cañones.
Uno. Dos. Tres. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! “Nunca te olvidaremos mi general”, dijo una
voz plañidera por allá. “¡Gracias mi general Pinochet!”, largó otra, más acá.
“¡Viva Bachelet!”, se atrevió otra infiltrada como yo, una señora de joging rojo
que había estado allí para puro molestar en el momento final, para embarrarles
la fiesta, y reírseles en la cara. “¿Quién dijo eso?”, preguntó un hombre pasos
atrás. “¡Bachelet!”, volvió a decir la señora, ahora más bajito, pero bien
clarito. “Es la de rojo, güeón”, acusó un pibe que parecía un motoquero, pero
facho. Y pidiendo permiso abrieron paso rumbo a la zurda desubicada. Temí por
ella. Quedé duro. Pensé que la linchaban. Pero ella, tan fresca, como si nada,
simplemente se desplazó como sobre patines entre otras viejas, y se perdió entre
tanto fascista reunido a esa hora caliente del mediodía. Por suerte, porque a la
salida se mostró que los deudos del general podían ser bien valerosos para
defender su honor. A uno le rompieron la cabeza. A otro le dieron un puntapié. Y
juntos, envalentonados, sacaron a relucir unos cantos, que parecían una
confesión: “Con la lengua de Lagos/ haremos arrollados/ de donde comerán/
marxistas y exiliados”, cantaron. El cronista, exiliado al fin, dejó la escena
en un taxi que pasó, y lo llevó a la marcha de la agüita lloviendo de los
balcones de la
Avenida Costanera. Hasta que llegaron los pacos. Y nos
corrieron. Pero por suerte, estábamos todos bien entrenados. Y nos mojó sólo el
agua que venía del cielo.