11 de noviembre del 2006
LA VERDAD ES MEZCLA
¿Qué esperar del triunfo
demócrata?
Por Nicolás Ríos
Miami.- Al vicepresidente Dick
Cheney le preguntaron en una entrevista si el
gobierno haría cambios con respecto a Irak caso de perder las elecciones que se
celebraron el pasado día 7 de noviembre, y el hombre respondió que no, porque
esas decisiones no estaban sometidas ni a elecciones ni a encuestas. Por
supuesto, después de la paliza que recibieron (uso palabras del propio
presidente), éste hizo poco caso de lo que había dicho su vice
e inmediatamente destituyó al secretario de Defensa Donald
Rumsfeld, prometió los vientos de un aire
fresco y de una nueva dirección, y no botó al propio Cheney
porque no puede, ya que no es un funcionario de dedo, sino elegido. Además, ya
se sabía que la causa principal de la impopularidad del gobierno estaba en
Irak, porque así lo revelaban las encuestas que siempre aciertan cuando son
hechas por gente seria. Advertido de ello, George Bush previamente había puesto a funcionar un grupo especial
encargado de estudiar y, después de las elecciones, presentar un informe con su
análisis y alternativas a la política con respecto a la situación que ha creado
la guerra en ese país. Al frente del mismo situó a los veteranos políticos retirados
James Baker y Lee Hamilton, colocando previsoramente
como uno de sus miembros al también fogueado Robert Gates, experto en seguridad nacional y ex director de la
CIA, a quien preparaba para sustituir a Rumsfeld.
Para comenzar cualquier análisis sobre las elecciones
parciales del pasado martes día 7 de noviembre, hay que decir que de los 177
millones que se registraron como votantes fueron a las urnas cerca de un 45 por
ciento. O sea, ya es común el fenómeno de la abstención masiva que permite controlar
el poder político con una minoría. A la mayoría le importa poco lo que suceda y
salga de una elección. Así acaba de pasar en Nicaragua donde Daniel Ortega
conquistó el 38 por ciento del 70 por ciento que fue a votar, lo que significa
un 27 por ciento del electorado. Es un escenario que se repite en Venezuela, en
Perú, en Brasil, etcétera.
El triunfo demócrata no significa una revolución ni
mucho menos. Recuerden que les he dicho que Estados Unidos está gobernado por
un partido único dividido en dos, fórmula que no ha de ser tan mala cuando ha
permitido construir la nación más poderosa y la economía más grande del mundo y
de la historia. Sin embargo, la arrogancia y testarudez que imperaba en la Casa
Blanca desapareció no más saberse los resultados, dando paso a un amansado y
cordial Bush que, a la vez que decapitaba a su más
leal y dócil funcionario, se ofrecía sonriente para el diálogo con sus rivales.
Sincrónicamente, la multimillonaria Nancy Pelosi-figura
más importante en el liderazgo del Partido Demócrata, que se convertirá en lo
que llaman “Speaker” (para nosotros, presidenta) de la Cámara de
Representantes-aunque antes de las elecciones frecuentemente insultaba a Bush y amenazaba con enjuiciarlo si se ganaba la mayoría
parlamentaria, se apresuraba a advertir que nada de enjuiciamientos ni de
extremismos, apurándose a conversar amablemente y a tomarse fotos con el
presidente. No conocen al Estados Unidos realmente existente los ingenuos que
pensaban que los demócratas triunfantes iban a encender piras.
La victoria demócrata, por lo tanto, no significa un
viraje ideológico de 180 grados. Téngase en cuenta que los 200 representantes
republicanos que han quedado, son más que los 192 que había cuando Ronald Reagan produjo aquel que
si fue el verdadero vuelco de la revolución conservadora. Este Congreso seguro
que no va a reponer el 70 por ciento de impuestos a los ricos que Reagan echó abajo ni va a anular el 60 por ciento de
recortes que se hicieron a los programas de bienestar social en 1996, durante
la presidencia de Bill Clinton.
Los que acompañan a la Pelossi no pretenden aprobar
una ley de control de armas y han recibido con los brazos abiertos a muchos que
se oponen total o parcialmente a la agenda sobre la cuestión de los abortos. Y
así por el estilo.
Estos demócratas dominantes lo que están prometiendo
son cosas como un aumento del salario mínimo, una ley sobre el problema de la
inmigración que apoyan tanto Ted Kennedy como George Bush, reducción de
intereses a los préstamos estudiantiles, financiar la investigación de las
células troncales, autorizar que el gobierno federal negocie precios más bajos
para los pacientes amparados por el Medicare, y, eso sí, una rectificación en
el tratamiento del problema de Irak que no conlleva una “retirada precipitada”,
como ha aclarado el propio Howard Dean,
presidente del partido.
Es que la derrota republicana se debe más a una crisis
interna de la coalición de los dos grupos que los llevó al poder, que a la
pugna entre los que aquí se identifican como conservadores y liberales. En
realidad el conservadurismo mantiene su predominancia, pero, a grandes rasgos,
en el seno de esa alianza, por un lado, se ha estremecido el apoyo de los
conservadores sociales, cuya preocupación fundamental son los llamados valores
morales, por la corrupción y los escándalos sexuales. Por el otro lado, se ha
deteriorado el apoyo de los conservadores cuya preocupación fundamental está en
lograr frugalidad económica y menos intervención gubernamental, es decir, menos
gobierno y menos gastos, porque Bush y el actual
Congreso con sus despilfarros internos y en Irak y Afganistán, han llevado a
los mayores déficits en la historia del país. A eso
se agrega la incompetencia demostrada en Irak al aplicar la grandiosidad que
pretendieron para su política exterior. Ha sido la guerra en Irak, por lo
tanto, la que hizo explosionar esa desilusión que frustró la confianza y la
esperanza que esos conservadores depositaron en George
W. Bush, su equipo y su parlamento.
Estados Unidos como cualquier otra nación se va
desarrollando por etapas que, en su caso, se distinguen por el predominio de
uno de los dos partidos. Los titubeos del partido Republicano frente a la Gran
Depresión cerraron una de esas etapas y dieron paso a la que inició Franklin D.
Roosevelt con su política, fundamentalmente interna,
del New Deal (Nuevo Trato)
y su visión de que “al capitalismo hay que protegerlo de los capitalistas”,
salvándolos de ellos al poner al Estado a financiar y a estimular la actividad
económica que se había desplomado y a repartir parte de sus frutos. Ese período
se extendió hasta los años 60, culminando con la “Gran Sociedad” de Lyndon B. Johnson que acuño al
partido demócrata con la marca de ser el de los grandes programas sociales y los
derechos civiles.
A partir de Richard Nixon se
empieza a dibujar el predominio de otra etapa que efectivamente puso en marcha Ronald Reagan, virando la
atención de la demanda para la oferta, cuyo aspecto principal es la rebaja de
impuestos para que haya más capital, afectando, por supuesto, ventajas
adquiridas por la población. No importa que en medio de ambas etapas haya
habido gobiernos del partido contrario, porque los ocho años de Ike Eisenhower no alteraron la
tendencia del predominio liberal, y Bill Clinton, gobernando entre los dos Bush,
no hizo sino reforzar la orientación conservadora.
Esta ganancia demócrata de ahora puede ser el primer
síntoma de la senectud de una época, pero no estamos todavía ante una
moribunda. Más que un triufo demócrata, puede ser una
derrota de Bush. Newt Gingrich, el personaje que dirigió la toma del Congreso por
los republicanos en 1994, plantea que se debe esperar a ver si lo que sale de
este éxito electoral es el partido Demócrata de Nancy Pelusi
y Howard Dean o el partido
Demócrata de Hillary y Bill
Clinton. Hillary, por su
parte, encomia la vitalidad promisoria del centrismo.
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