Estas Navidades
siniestras
Por: Gabriel
García Márquez
Fecha de publicación: 22/12/06
http://www.aporrea.org/actualidad/a28671.html
Ya
nadie se acuerda de Dios en Navidad. Hay tanto estruendo de cornetas
y fuegos de artificio, tantas guirnaldas de focos de colores, tantos
pavos inocentes degollados y tantas angustias de dinero para quedar
bien por encima de nuestros recursos reales que uno se pregunta si a
alguien le queda un instante para darse cuenta de que semejante
despelote es para celebrar el cumpleaños de un niño que nació hace
2.000 años en una caballeriza de miseria, a poca distancia de donde
había nacido, unos mil años antes, el rey David. Novecientos
cincuenta y cuatro millones de cristianos creen que ese niño era
Dios encarnado, pero muchos lo celebran como si en realidad no lo
creyeran. Lo celebran además muchos millones que no lo han creído
nunca, pero les gusta la parranda, y muchos otros que estarían
dispuestos a voltear el mundo al revés para que nadie lo siguiera
creyendo. Sería interesante averiguar cuántos de ellos creen también
en el fondo de su alma que la Navidad de ahora es una fiesta
abominable, y no se atreven a decirlo por un prejuicio que ya no es
religioso sino social.
Lo mas grave de todo es el desastre
cultural que estas Navidades pervertidas están causando en América
Latina. Antes, cuando sólo teníamos costumbres heredadas de España,
los pesebres domésticos eran prodigios de imaginación familiar. El
niño Dios era más grande que el buey, las casitas encaramadas en las
colinas eran más grandes que la virgen, y nadie se fijaba en
anacronismos: el paisaje de Belén era completado con un tren de
cuerda, con un pato de peluche más grande que un león que nadaba en
el espejo de la sala, o con un agente de tránsito que dirigía un
rebaño de corderos en una esquina de Jerusalén. Encima de todo se
ponía una estrella de papel dorado con una bombilla en el centro, y
un rayo de seda amarilla que habría de indicar a los Reyes Magos el
camino de la salvación. El resultado era más bien feo, pero se
parecía a nosotros, y desde luego era mejor que tantos cuadros
primitivos mal copiados del aduanero Rousseau.
La
mistificación empezó con la costumbre de que los juguetes no los
trajeron los Reyes Magos ?como sucede en España con toda razón-,
sino el niño Dios. Los niños nos acostábamos más temprano para que
los regalos llegaran pronto, y éramos felices oyendo las mentiras
poéticas de los adultos. Sin embargo, yo no tenía más de cinco años
cuando alguien en mi casa decidió que ya era tiempo de revelarme la
verdad. Fue una desilusión no sólo porque yo creía de veras que era
el niño Dios quien traía los juguetes, sino también porque hubiera
querido seguir creyéndolo. Además, por pura lógica de adulto, pensé
entonces que también los otros misterios católicos eran inventados
por los padres para entretener a los niños, y me quedé en el limbo.
Aquel día ?como decían los maestros jesuitas en la escuela primaria-
perdí la inocencia, pues descubrí que tampoco a los niños los traían
las cigüeñas de París, que es algo que todavía me gustaría seguir
creyendo para pensar más en el amor y menos en la
píldora.
Todo aquello cambió en los últimos treinta años,
mediante una operación comercial de proporciones mundiales que es al
mismo tiempo una devastadora agresión cultural. El niño Dios fue
destronado por el Santa Claus de los gringos y los ingleses, que es
el mismo Papá Noel de los franceses, y a quienes todos conocemos
demasiado. Nos llegó con todo: el trineo tirado por un alce, y el
abeto cargado de juguetes bajo una fantástica tempestad de nieve. En
realidad , este usurpador con nariz de cervecero no es otro que el
buen San Nicolás, un santo al que yo quiero mucho porque es el de mi
abuelo el coronel, pero que no tiene nada que ver con la Navidad, y
mucho menos con la Nochebuena tropical de la América Latina. Según
la leyenda nórdica, San Nicolás reconstruyó y revivió a varios
escolares que un oso había descuartizado en la nieve, y por eso lo
proclamaron el patrono de los niños. Pero su fiesta se celebra el 6
de diciembre y no el 25. La leyenda se volvió institucional en las
provincias germánicas del Norte a fines del siglo XVIII, junto al
árbol de los juguetes, y hace poco más de cien años pasó a Gran
Bretaña y Francia. Luego pasó a Estados Unidos, y éstos nos lo
mandaron para América Latina, con toda una cultura de contrabando:
la nieve artificial, las candilejas de colores, el pavo relleno y
estos quince días de consumismo frenético al que muy pocos nos
atrevemos a escapar. Con todo, tal vez lo más siniestro de estas
Navidades de consumo sea la estética miserable que trajeron consigo:
esas tarjetas postales indigentes, esas ristras de foquitos de
colores, esas campanitas de vidrio, esas coronas de muérdago
colgadas en el umbral, esas canciones de retrasados mentales que son
los villancicos traducidos del inglés; y tantas otras estupideces
gloriosas para las cuales ni siquiera valía la pena de haber
inventado la electricidad.
Todo eso, en torno a la fiesta más
espantosa del año. Una noche infernal en que los niños no pueden
dormir con la casa llena de borrachos que se equivocan de puerta
buscando donde desaguar, o persiguiendo a la esposa de otro que
acaso tuvo la buena suerte de quedarse dormido en la sala. Mentira:
no es una noche de paz y amor, sino todo lo contrario. Es la ocasión
solemne de la gente que no se quiere. La oportunidad providencial de
salir por fin de los compromisos aplazados por indeseables: la
invitación al pobre ciego que nadie invita, a la prima Isabel que se
quedó viuda hace quince años, a la abuela paralítica que nadie se
atreve a mostrar. Es la alegría por decreto, el cariño por lástima,
el momento de regalar porque nos regalan, y de llorar en público sin
dar explicaciones. Es la hora feliz de que los invitados se beban
todo lo que sobró de la Navidad anterior: la crema de menta, el
licor de chocolate, el vino de plátano. No es raro, como sucede a
menudo, que la fiesta termine a tiros. Ni es raro tampoco que los
niños ?viendo tantas cosas atroces- terminen por creer de veras que
el niño Jesús no nació en Belén, sino en Estados
Unidos.