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- Subject: NICOLAS GUILLEN EN CARTAGENA DE INDIAS, por Joaquín G. Santana
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- Date: Fri, 7 Jul 2006 18:31:11 -0400
Title: NICOLAS GUILLEN EN CARTAGENA DE INDIAS
NICOLAS GUILLEN EN CARTAGENA DE
INDIAS Por
Joaquín G. Santana Cartagena de Indias (Colombia) será, próximamente,
una de las sedes principales de los Juegos Centroamericanos y del Caribe 2006, evento en el cual la participación cubana es
noticia de primera plana. Por ese motivo se me ha ocurrido recordar la visita
que a esa ciudad realizó el Poeta Nacional de Cuba, Nicolás Guillén, en 1946,
exactamente a partir del 16 de abril de ese año, es decir, hace ya exactamente
60 años y tres meses. El cubano entró a tierra colombiana, por el
Puente Internacional, a las 12,10 pasado meridiano del
13 de abril. Lo sabemos porque en su “libreta de viajes” anotó: “Paso la
frontera de San Cristóbal (Venezuela) a Cúcuta acompañado del poeta Ramón
Becerra, de Francisco Guerrero y del doctor Gutierrez
Prado”. Fue el 16 de abril que voló de Cucutá a Bogotá. Era la Semana Santa colombiana. A 3 mil
metros de altura, en una jornada fría y lluviosa, aterrizó en Santa Fe. Allí
encontró la ciudad (“postrada a los pies de Cristo”) pendiente de las
elecciones presidenciales del próximo 5 de mayo. Gaytan
y Turbay eran los candidatos del
(2) liberalismo. Pero estaban desunidos y de esto se
aprovechó el conservador Ospina. Con aquellos
comicios concluyeron 30 años de mandato liberal. Entristecido por la
derrota, el poeta trata de asimilarse a Bogotá. Pero la altura le hace daño. Le
recuerda sus días mexicanos en el Distrito Federal. Tose a todas horas. Pasa
días tendido en su cama. Se abriga como un oso que inverna. Volver a enfundarse
en un sobretodo (como hacía en Europa) le resulta incómodo pero qué remedio. A
su habitación llega oportunamente un amigo con un mensaje prometedor: “Váyase a
la costa, que allí lo esperan el sol, el cielo y el mar”. Y decide descender al
Atlántico. Se va a Cartagena para descubrir otro mundo. Antes de partir ofrece
en Bogotá su primera charla (el 16 de mayo) y el 18 un recital en el teatro aire
libre de la Media Torta. Conoce entonces a León de Greiff, que le parece “un sueco, acaso un alemán”, y entre
todos los hombres de letras que encuentra en Colombia, “nadie me causa una
impresión tan viva y al mismo tiempo tan profunda como él”. También coincide en
la capital colombiana con León Felipe –de paso para México- y asiste a una
lectura de sus versos. De Grieff está presente. “Era
de ver aquellas dos figuras admirables –contaría Nicolás años después-, todavía
jóvenes, los dos barbudos, los dos calvos, los dos desafiadores de la
vulgaridad y el lugar común, los dos maestros no solo del verso sino
(3) de la poesía, juntos en una tribuna que era como un Sinaí con dos Moisés”. Cartagena de Indias. Varias impresiones recibe en Cartagena.
Encuentra negros y mulatos, que hablan tan rápido como los cubanos. Los días
son calientes y las noches se llenan de estrellas. Cartagena se aferra al
pasado. Tiene un rostro grave y sereno. Es una postal del siglo XVIII. Vive
entre conventos que se pierden en las calles estrechas. Basta alzar la mirada
hacia el cielo para descubrir sugerentes balcones románticos. Cruza por ellos
un aire de melancolía y aburrimiento. Porque Cartagena es un gran museo. Todo
parece estático. Detenido en el tiempo. Sumergido en su historia de ayer. “De
noche, la ciudad muere”, comenta el poeta en las cartas que escribe a sus
amigos por esos días. Allí lo espera Jorge Artel:
“un mulato macizo, de corta talla, frente alta y despejada, ojos pequeños, cara
gruesa, boca ancha, nariz chata y una cordialidad a flor de piel”. Artel lo pasea por los viejos castillos de Popa y San
Felipe. Y entre negras “semidesnudas y poderosas” lo enseña a comer el pescado
frito de los muelles del Arsenal.
(4) Cartagena de Indias, además, se enorgullece
de su tertulia del “Bodegón”, comparándola con la del “Pombo”
de Gómez de la Serna. Artel le habla de ella
apasionadamente. Guillén se la imagina un café de lujo. Pero el “Bodegón” no es
más que una especie de zaguán, parecido al que habitaba su amigo Apeles Plá, el pintor bohemio de su Camagüey natal. En aquella
tertulia el cubano conoce a un poeta que admira desde la adolescencia: el
célebre “Tuerto” López (que no es tuerto, por cierto) y resulta un hombre
difícil de tratar. El “Tuerto”. Para el “Tuerto” López su asistencia casi
diaria al Bodegón cartaginés es un rito. Lleva una existencia dolorosa. Los
colombianos lo tienen olvidado. Nadie le nombra y eso le deprime. No ha logrado
ser profeta en su tierra, aunque en América hay gente que lo admira muchísimo.
El poeta, sin embargo, está decepcionado. Vive enclaustrado en las cuatro paredes
de la casa que habita. Ya no sale de noche. Pocas veces se arriesga, en las
tardes, a buscar el encuentro de algunos de sus indiferentes compatriotas. Pero
cada mañana entra al Bodegón; siempre muy callado. Con la resignación del que
asiste a una misa.
(5) Sabe el “Tuerto” que es el protagonista de
una ceremonia siempre igual y poco le importa que todo se repita. A veces,
imprevistamente, algo cambia el ritmo de su monotonía. Alguien llega de lejos y
pregunta por él. Allí lo conoce Nicolás Guillén, a las puertas de un mediodía.
Es Artel quien le advierte que ese recién llegado
(“metido en un traje de dril almidonado, tocada la blanca cabeza con un hongo
oscuro”) es el poeta de “Por el atajo”. El cubano no puede ocultar la emoción
que le sacude el pecho. Le han hablado del carácter del “Tuerto”.
Tiene días buenos y malos. ¿Cómo andará hoy? Lo observa, en silencio, durante
un rato. Artel, al fin, decide presentarlos. López lo saluda
contenido. En el fondo de sus ojos pequeños (“agrandados por el vidrio de
aumento de sus espejuelos”) se advierten destellos de
agradecimiento. Guillén le habla de Cuba. Le revela lo mucho que lo estiman los
hombres de letras de la Isla. Le cuenta de las noches de su adolescencia
camagüeyana, en la esquina del Buzón de Cisneros, con sus poemas bajo el brazo
y su nombre en los labios. Nunca imaginó que pudiera llegar a conocerlo.
Incluso, a compartir su mesa. Mientras el cubano conversa, el “Tuerto”
fuma incansablemente. A veces, sonríe. Pero esa sonrisa jamás se le asoma a la
boca. Se limita a anunciarse en la mirada vencida por los años. No disimula su
profundo dolor. Es un olvidado. Todo lo que escribió pasó de
(6) moda. No deja que fluya la conversación. Sólo adelanta
breves comentarios. Y Guillén le perdona, sin sentirse agraviado por la rara
conducta del poeta. Tiene razón para sentirse preterido. Es injusta la suerte
que ha corrido su obra. “Mientras apenas se le mienta en Colombia –transmitió
Guillén semanas más tarde a sus lectores cubanos-, su nombre y sus versos son
familiares en todos los países de nuestra lengua, donde los personajes que él
ha combatido –gordos curas y ociosos militares- viven y se hartan con la misma
parsimonia que por allá”. O sea, en Cuba por esos años. De Cartagena, Guillén se fue a
Barranquilla (“tres horas en auto”). En esta otra ciudad colombiana comió, por
la primera vez, sobrebarriga y cuchuco, papas
chorreadas y lomo de puerco a la barranquillera. Por supuesto, también vació
con sus amigos una botella de Caldás, el ron
característico del Atlántico colombiano. Seis días demoró, poco
después, para llegar a Barrancabermeja a través del río Magdalena. Volvió a
Barranquilla, y luego de una breve visita a Bucaramanga, partió de nuevo rumbo
a Bogotá. POSTDATA: Treinta y seis años después de
aquel primer viaje de Nicolás Guillén a Colombia, lo acompañé en un nuevo
periplo por esas tierras del sur. Contaba, entonces, el poeta con 80 años de
edad. Esta vez volamos directo a Medellín. Evitó Bogotá
(7) recordando los efectos que su altura le causó
en el primer viaje. Y volvió a Barranquilla,
donde de nuevo lo recibió el poeta Jorge Artel, no
así a Cartagena, que en esa nueva visita a tierras colombiana dejó de visitar
por razones de tiempo (seguíamos viaje a Perú y Argentina). |
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