Dogma y herejía: una relación
saludable
Por Luis Sexto
El dogma tiene su antónimo en la herejía. Ha sido una vocación
inclaudicable del hombre la de actuar en contra de cuanto pretenda ser
definitivo, inexorable, o le limite el pensamiento, el criterio racional,
de modo que la historia de las doctrinas políticas y religiosas podría ser
también la historia de la lucha entre el dogma y la herejía. Donde se
plantó la cuadriculada y hermética aspiración de constituir una verdad
inapelable, se irguió la heterodoxia para destapar cajas, demoler muros,
deshollinar gavetas, aunque más adelante el heresiarca de hoy se
convirtiera en el dogmático de mañana.
Fue contradictoriamente un religioso, un jerarca eclesiástico, pero a
la vez un filósofo –quizás el más sabio, audaz y auténtico filósofo
cristiano- el que legitimó la herejía y a los herejes. Conocido es el
apotegma de San Agustín en que el autor de la “Ciudad de Dios” y de unas
“Confesiones” en plenitud de debilidad humana, reconoce el necesario papel
regulador de los herejes: “Oportet enim heresses esse”. Esto es, el hereje
opera como una rendija a través de la cual se filtra la prueba que afianza
y perfecciona el dogma. Desde luego, el Obispo de Hipona cocinó la idea
para servirla en su mesa. No obstante, partiendo del criterio agustino de
la necesaria y plausible heterodoxia, podemos emprender una aventura hacia
lo profundo del dogma y sus paradojas.
Un escritor y periodista católico –periodista que punza, no complace-
ha escrito, a fines del siglo XX, que “siempre que el hombre expone lo que
ha hecho el hombre, da un juicio implícito sobre los hechos, aunque solo
sea por sus omisiones o sus silencios”. Hasta aquí el francés Jean Guitton
parece estar de acuerdo con casi todo el pensamiento de su época. Pero
enseguida adopta una posición antidogmática: “Lo que a mi modo de ver lo
deshonraría sería dar a entender que tiene la objetividad de un aparato, o
que todo historiador debería interpretar los hechos de la misma manera.” Y
más adelante, establece que “la fuente de todas las herejías está en
concebir el acuerdo de dos verdades opuestas y creer que son
incompatibles”.
Deduzco, pues, que el origen de las herejías se enraíza en la rigidez
de la ortodoxia. La ortodoxia -el pensar apegado al dogma- no ha aprendido
a utilizar la flexibilización como una de las fórmulas de su
invulnerabilidad y, por tanto, de la perdurabilidad de las verdades que se
estiman correctas. Dogma es palabra de origen griego que, teniendo una
prosapia limpia, ha venido ensuciándose en su actitud irremovible e
intransigente de “cosa acabada, terminada definitivamente”, que eso
significa “dokein” cuando se une a un pronombre personal, yo, por ejemplo,
he acabado.
El dogma carece de recursos. La razón no le es afín. Incluso el dogma
la rechaza con un “odio lúcido”, y es lúcido porque posiblemente los
dogmas intuyan que su caída depende, en primordial medida, de la crítica.
¿De que se sirven aquellos para apuntalar su inaccesibilidad al debate y
al cuestionamiento? En la autoridad. En el poder de cuantos lo establecen,
imponen y sostienen. Ha sido, así, adoptado por el autoritarismo como el
garante de su poder incuestionable.
Focalizado en el plano de la religiosidad, quizás sea menos dañino,
aunque en una época atizó la candela bajo los pies de cuantos pretendieron
removerlo o modificarlo. Y ocurrió así determinado por los vínculos e
intereses comunes del poder político y las jerarquías eclesiales. Porque,
cuando el dogma pasa a la política como instrumento, como piedra
fundamental, comienzan los riesgos para los grupos, sociedades y Estados
que lo organizan y ubican sobre un pedestal ideológico. Una de los
problemas del llamado socialismo del siglo XX, el también nombrado real,
fue la aplicación dogmática del marxismo. De guía para la acción, se
transformó en “señor feudal” de la acción. Un rápido paneo por sobre la
historia de las sociedades socialistas europeas, nos abastecería de actos
tan irracionales que podrían añadir un nuevo volumen a la “Historia de la
estupidez humana”, del húngaro Paul Tabori. El dogma, por insuficiencias
reflexivas, es incapaz de detectar las contradicciones que se generan en
su nombre. Y con estas, sobreviene la parálisis. Y con la parálisis, el
lento deterioro de las sociedades dirigidas por el dogma filosóficamente
político, que es el me parece más actual y peligroso. El religioso ofrece,
en estos tiempos modernos, la libertad de creer o no creer. Y nada pasa.
Pero en la política, la cerca que bordea al dogma está vidriada con
picos y fondos de botellas: se hiere quien los toque. La discusión, la
discrepancia, la crítica se proscriben o se toleran entre
condicionamientos. Y con ello el dogma se priva de su principal aliado:
los herejes. Porque los herejes anticipan con sus audacias y temeridades
la verdad más completa, que ha de sobrevenir en los días próximos. Al fin
llega, pero nadie reivindica a sus gestores, porque se ha de pagar el
precio por anticiparse. Pagarlo asumiendo el descrédito del revisionista o
del inoportuno.
En las izquierdas, a pesar de la experiencia del socialismo europeo, de
tan claras moralejas, y las derechas, no obstante los fracasos de ciertas
“verdades inconmovibles” propuestas por Bush junior, aún subsiste el
dogmatismo. Es un hábito cómodo. Significa decidir en las cúpulas sin el
esfuerzo que implica el debate. Y a veces, para cancelar el exceso de
presión, apelan a la unidad del grupo, del partido, de la sociedad.
Pero, a mi modo de ver, en la unidad propugnada por el dogmatismo no
cabe la diversidad. Exige la unidad de los unánimes. Porque los dogmas no
distinguen entre la necesidad y los fines, entre el derecho y la
intención, entre la opinión y la oposición, la sugerencia y la
impertinencia. Y por ello favorecen el desarrollo tentacular de la doble
moral y sus normas éticas encapsuladas en apariencias sin esencias. Pero
la unanimidad, reducida tan solo a levantar la mano, alguna vez empezará
por resquebrajarse en nombre de los mismos derechos que el dogma reconoce
defender y garantizar: la libertad y la razón.
*El autor es escritor y periodista. Profesor de la Universidad de La
Habana. |