Puerto Rico está sufriendo hoy las
consecuencias de haber institucionalizado la politiquería como el medio
generalizado del debate público. Y se trata, desafortunadamente, de la
versión más barata de esa politiquería. El resultado es nefasto para
nuestra nación, como lo es para cualquiera otra en que se entronice esa
enfermedad social.
Nuestro Eugenio María de Hostos, un sabio
precursor de tantas ideas adelantadas a su época, pudo señalar con acierto
al “politiqueo” como una enfermedad social en su enjundioso Tratado de
Sociología, que fue su última obra escrita. Decía así el maestro
mayagüezano:
“El politiqueo es simple y sencillamente la
costumbre de chismear llevada a los asuntos de carácter público. Para
arraigar esa mala costumbre en los negocios del Estado, no tenían que
hacer ningún esfuerzo de voluntad ni de razón, y, de la noche a la mañana
aparecieron las gentes políticas de estos países como maestros consumados
en el arte de la falsía, del embrollo y de la intriga. A la verdad, si no
fuera tanta la merma y tan profunda la indignación que ella produce en
hombres de verdad, hasta sería de admirar la sutileza serpentil con que
estos abominables intrigantes se deslizan años y años por entre las
dificultades de una vida social tan dificultosa como es la de estos
pueblos.
Ello es que la ignorancia de todos sirve
perfectamente al encumbramiento de los pocos que se dedican a embrollarlo
todo con el objeto de ser ellos los árbitros de la vida general.”
Más de un siglo después del certero
diagnóstico hostosiano del politiqueo como enfermedad social, en Puerto
Rico hemos llegado al fondo de la descomposición política que ese mal ha
difundido en nuestro pueblo.
Lo que necesitamos es hacer que termine el
politiqueo y darle paso a la definición de una política pública del país
para afrontar los graves problemas que nos afectan.
Ni los partidos políticos, ni los difusores
y analistas de mayor prominencia —con valiosas excepciones en cada caso—
salen de la encerrona de ese politiqueo idiotizante que en varias
ocasiones Don Roberto Sánchez Vilella, en sus últimos años, llamó “la
tribalización y la trivialización de nuestra política.”
No puede fijarse una política capaz de
dirigir al país hacia las transformaciones sociales indispensables para su
reconstrucción nacional si no empezamos por desechar para siempre el
politiqueo.
Lo peor del caso es que el mal ataca, al
menos colateralmente, a muchos de los grupos y personas mejor
intencionadas del país, tanto en los enfoques de los movimientos
políticos, como de los comunales, sindicales, profesionales y
cooperativos. Unos y otros aplazan sus miras hacia el evento electoral
próximo, como si las elecciones de cada cuatro años fueran los únicos
medios para sacar al país de sus crisis y peores problemas. Puede que no
sea, a la larga, ni siquiera el más efectivo. Sin embargo, así parecen
razonar los que piensan en nuevos partidos políticos, o en candidaturas
independientes, así como los que andan predicando frenéticamente la
abstención electoral como las opciones accesibles para redefinir los
rumbos estratégicos del país. Eso es un error garrafal que,
desafortunadamente parece ser que ataca, en gran medida, a los
independentistas de todo el espectro: los que integran el PIP, los que
insisten en votar por los Populares o algunos de sus candidatos como la
menos mala de las opciones partidarias, los que buscan o favorecen
candidaturas locales, legislativas o nacionales, y hasta aquellos que
concentran sus visiones en la posibilidad de un boicot electoral masivo.
Puede que en algún momento futuro, alguna de esas alternativas se presente
como la mejor opción de una coyuntura dada. Lo dudo, después de haber
pasado por todas ellas en mi ya larga vida. Ahora, lo prioritario para el
independentismo es trazar una política nacional estratégica.
A tales efectos, lo que se requiere es el
reagrupamiento del independentismo, sobre la única base necesaria, que es
la meta final de la independencia. Por difícil que nos parezca, cada vez
es más necesaria como la ruta certera hacia la transformación de la
politiquería o el politiqueo para la solución de los graves problemas
sociales, económicos y políticos que padece el país.
Es hora de aplicar con precisión matemática
lo que para nosotros en el independentismo ha sido siempre un postulado
invariable: que la independencia (así llamada con toda su significación
histórica y jurídica) es la única ruta viable y necesaria para atacar de
raíz nuestra enfermedad social mayor, que es el colonialismo. Ahora, más
que nunca, esa realidad es evidente. Algunos de los que opinan, en la
prensa, la radio y la televisión, lo aceptan así con mucha claridad. Pero
cuando entran al tratamiento de la enfermedad se empantanan en los
parámetros de la política electoral: unos para pedir un voto por el PIP,
otros para decir que no debemos votar y otros para plantear que ninguna de
las organizaciones patrióticas existentes tienen razón de ser y hay que
crear algo nuevo, como si lo único válido fuera su personalísima
opinión.
Tampoco es cuestión de reunir líderes de
mucha resonancia nacional o internacional. Los de mayor resonancia somos,
por razón de tiempo, los más viejos, repletos de achaques y limitaciones
que nos impiden ser los que dirijan la reconstrucción del movimiento en un
momento tan propicio para ello. Para enfrentar la nueva época en que
estamos, es preciso un liderato colectivo, muy capaz y muy ágil, imbuido
sin peros ni reservas en las nuevas corrientes que transforman
aceleradamente las visiones político-estratégicas de nuestra América.
Es tan urgente reagrupar al independentismo
en una fuerza, monolítica o multiorganizativa, que ya se va convirtiendo
en clamor generalizado.
Los problemas económicos no pueden atacarse
dentro del marco colonial del ELA, como lo están viendo los mismos
funcionarios del gobierno que no sean ciegos y sordos, cada vez que se les
cierran las puertas para ambiciosos programas de desarrollo económico
sustentable por falta de poderes para tallar en este mundo de una economía
cada vez más globalizada.
La descomposición social no es asunto que
pueda detenerse meramente con más guardias y más soldados, ni con ninguna
medida represiva. Hay que apuntar a la transformación de valores y metas
de vida desde la niñez hasta la vejez. Y eso requiere un sistema educativo
propio, público y laico, que en la actualidad es imposible dentro de
nuestras limitaciones coloniales. Requiere también control de nuestras
costas, nuestras aduanas y nuestras rutas aéreas, marítimas y espaciales,
para impedir que sigamos siendo un peón de las mafias del tráfico
internacional de drogas y armamentos.
En el fondo de todo está el politiqueo del
que hablaba Hostos y la falta de fijar una política pública al país más
allá de objetivos electorales. Mientras sigamos pendientes a las portadas
manipuladas de la prensa comercial para trazarnos el rumbo de la discusión
cotidiana de nuestra vida colectiva, seguiremos en Babia. Y un pueblo en
Babia no tiene capacidad para reivindicar sus derechos y aspiraciones. Por
eso somos la colonia más antigua del imperio más poderoso de la época
histórica que ya empieza a colapsar.
No permitamos que nos vuelva a pasar lo que
les ocurrió a los puertorriqueños del 1898. Éstos se quedaron detenidos en
la idea errónea de que el dominio de España era un factor permanente en
nuestra vida, y siguieron a Muñoz Rivera y a Barbosa en la equivocación de
poner todas sus miras en Madrid, para luego, súbitamente, tener que
cambiarlas hacia Wáshington por el colapso del régimen español en Cuba y
Puerto Rico. Ahora, los posibilistas de hoy, empeñados en mantener sus
miras en lo que Wáshington puede hacer o no hacer sobre Puerto Rico, nos
podrían llevar a quedarnos a la zaga de cambios fundamentales de época,
como será el colapso del dominio hegemónico del mundo por parte de Estados
Unidos. Es hora de echar a un lado las ideas posibilistas que nos han
llevado a ser una de las últimas colonias del mundo y renacer la esperanza
en la ruta victoriosa hacia la independencia nacional. Esa ruta sólo podrá
iniciarla el independentismo unido.
¡Manos a la obra!