Vale
la analogía al béisbol, el deporte por excelencia
en los EE.UU. Cuando el pitcher desea intimidar al
bateador de turno, sus lanzamientos amenazan con
romperle la cabeza. El bateador astuto los evita.
Espera pacientemente. A su debido tiempo, devuelve
la oferta disparando tremendo cuadrangular. Es la
venganza perfecta.
Para
George W. Bush, ex dueño de los Texas Rangers y
ahora prepotente manager de los Tigres de Papel de
Washington, las últimas semanas se han convertido
en insostenible pesadilla. Su supuesta novena de
estrellas políticas se desploma espectacularmente.
Pasa del firmamento al sótano. Mientras sus
cuartos bates se ponchan uno tras otro, sus
descontrolados lanzadores sirven imparables a
cuanto equipo los reta.
Ya
era hora. El año pasado la novena de Japón se
coronó campeón mundial. Cuba quedó de subcampeón.
Lo mejorcito del profesionalismo estadounidense se
marchó del Clásico Mundial con el rabo entre las
patas, comprobándose el adagio de que en béisbol,
al igual que en la política, ya no hay enemigo
pequeño.
¡Y
qué pruebas! A pesar de montar una ofensiva de 140
mil peloteros armados hasta los dientes, los
novatos de la resistencia en Iraq derrotaron
contundentemente al equipo del tío Sam. De un
momento a otro los pupilitos de Bush comenzarán a
levantar campo. Ya no soportan ni la apaleada en
la nación invadida ni la crítica de los fanáticos
en su propio terreno.
Se
trata de un colosal derrumbamiento anunciado. Se
lo advirtió en septiembre el presidente Hugo
Chávez en las Naciones Unidas. La semana pasada se
lo confirmó en la ONU la
universal y abrumadora condena al bloqueo de
Washington contra Cuba. Impresionante marcador:
Cuba 183,
Estados Unidos 4. Es la peor derrota
sufrida por los EE. UU. a manos de la comunidad
mundial en 15 años de victorias consecutivas
contra el criminal embargo de la Casa
Blanca.
Repito.
No hay enemigo pequeño. En lo que va de este año,
Washington desplazó a Nicaragua a la crema y a la
inmundicia de sus cuartos bates diplomáticos. Sin
distinguirse los unos de los otros y obsesionados
por impedir una victoria del Frente Sandinista de
Liberación Nacional en las elecciones
presidenciales del 5 de noviembre, desfilaron por
Managua dos embajadores, incontables congresistas
republicanos, el ex secretario de Estado Colin
Powell, la secretaria de Estado Condoleezza Rice,
el secretario de Defensa Donald Rumsfeld y el
soberano ignorante de Otto Reich, cargabates de
Bush para Latinoamérica. Se poncharon todos.
Daniel Ortega, candidato del FSLN triunfó
abrumadoramente en los comicios.
Los
fracasos internacionales del equipo USA de Bush se
reflejaron con creces en escándalos nacionales,
fenómeno cada día más común entre la elite del
atletismo profesional y político de la nación.
Imitando burdamente las bochornosas declaraciones
ante un Gran Jurado del Congreso de los ex
peloteros cubano-americanos Rafael Palmeiro y José
Canseco, el indiscutible “rey” del consumo de
esteroides y otras drogas prohibidas, varios
congresistas republicanos se vieron obligados a
renunciar tras acusárseles de tráfico de
influencias, corrupción y de sostener relaciones
sexuales con menores de edad que desempeñaban
funciones de pajes en la legislatura.
Los
escándalos no se limitaron al equipo de estrellas
políticas de la Casa
Blanca. El sábado 4 de noviembre,
el reverendo Ted Haggard, director del Templo de
la Nueva
Vida y poderoso presidente de la
influyente Asociación Nacional de Evangelistas,
cuyas 45 mil iglesias cuentan con 30 millones de
miembros, renunció públicamente al liderazgo
pastoral al acusarle la Junta
Directiva de “cometer inmorales
relaciones sexuales” con Mike Jones, un homosexual
de Denver que además de suministrarle
metamfetaminas al reverendo admitió relaciones
románticas con Haggard durante los últimos tres
años.
La
renuncia de Haggard fue fulminante curva lanzada
contra Bush desde algún lugar del cielo. O del
infierno. Fulminante al ocurrir en la víspera de
las elecciones nacionales de Congresistas y
Gobernadores. Bush no vio venir el lanzamiento.
Abanicó. Le costó caro.
La
interdependencia entre Bush y Haggard sería
impactante en las urnas. Haggard estaba tan
íntimamente ligado a la Casa
Blanca que Bush contaba con su
apoyo en las elecciones del pasado martes. De ahí
que el bateador de emergencia de Bush visitara
frecuentemente la Casa
Blanca y se le incluyera en las
teleconferencias semanales sostenidas por la
oficina del Ala Oeste (West Wing) de
la Casa
Blanca con líderes
fundamentalistas. La revista TIME le
consideraba “uno de los 25 evangelistas más
influyentes en los Estados Unidos.”
Nadie
sospechó la hipocresía de Haggard. El reverendo se
oponía al homosexualismo y cabildeó enérgicamente
ante el Congreso en contra de la legalización del
matrimonio entre personas de la misma orientación
sexual. Más le valdría haber aceptado tanto su
latente homosexualidad como la del prójimo. Quizá
así hubiese evitado que se le condenase al
ostracismo que destinó para otros. Quizá así
hubiese prevenido en parte la soberana paliza que
sufrió Bush y su arrogancia en las urnas. Quizá
no. Quizá la
Providencia ya había decidido que
se derrumbara la casa de naipes de Bush. Así fue.
Una
cosa es ser ex dueño de un equipo de béisbol y
otra muy diferente es pretender tratar a su país y
al mundo como un estadio de béisbol personal.
Hastiado de las payasadas nacionales e
internacionales de Bush, el electorado
estadounidense finalmente reconoció su ignorancia,
le dio la espalda y lo envió a la ducha. Le
negaron el control del Congreso en ambas cámaras.
Por el tiempo que le queda en la presidencia, Bush
gobernará renco… de la cabeza y en la política.
La
primera víctima del nuevo orden político es Donald
Rumsfeld, el ahora ex secretario de Defensa y
arquitecto del fracaso militar en Iraq. Rumsfeld
renunció un día después de que las elecciones les
negaran más decisiones a los republicanos en el
Congreso. Vendrán otros. Los días en que los
mafiosos tigres de papel de Bush no permitían que
otros lanzaran o tomaran turnos al bate están
contados. Se poncharon. Ahora los jonroneros en la
oposición le dan palo a su gusto a los imberbes de
Washington. Se equilibra el marcador. El barco se
hunde. Las ratas comienzan a abandonarlo. Hay
justicia en este mundo.
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