Preguntas a
Benedicto XVI
Frei Betto • Rebelión
Su Santidad resucitó lo que el
concilio Vaticano II había enterrado: la misa en latín. Una exigencia de
Monseñor Lefebvre, arzobispo suizo excomulgado en 1988 por negarse a aceptar las
reformas conciliares.
De niño asistí a muchas misas en latín, con el
celebrante de espaldas a los fieles, según el rito tridentino de mi cohermano el
papa Pío V, que fue dominico. ¿Por qué permitir la vuelta al latín? ¿Cuántos
fieles dominan dicho idioma? Jesús no hablaba latín. Hablaba arameo. Talvez algo
de hebreo. Y por vivir en una región dominada por Roma, seguro que conocía
algunos vocablos latinos, como el saludo romano ‘Ave’, que se introdujo en la
oración más popular del catolicismo, el Ave María.
Así como el griego se
universalizó por el Mediterráneo gracias a las campañas de Alejandro Magno, el
latín se extendió en la medida de las conquistas del Imperio Romano. Según esta
lógica, ¿no sería más adecuado adoptar hoy día el inglés?
Ahora bien, la
gran mayoría de los fieles católicos se encuentra actualmente en América Latina.
Y no entiende griego, ni latín ni inglés. ¿No sería aconsejable que participen
en la misa en su lengua vernácula?
Considerando el empeño de
inculturación de la Iglesia, ¿no resulta contradictorio volver a la misa en
latín? Tengo un amigo, ateo hasta la médula, a quien le encanta asistir a misas
en latín. Para él la liturgia se reduce a un espectáculo, cuanto más clamoroso
mejor. Es una cuestión de estética, no el puente comunitario entre nuestro
corazón sediento y el Trascendente.
Me inquieta su afirmación de que es
“una plaga” casarse por segunda vez y prohibir a los católicos que lo hacen
tener acceso a la
eucaristía. Los evangelios enseñan que Jesús comulgó con
personas que, vistas desde aquí y ahora, andaban lejos de la moral vaticana. Y
defendió a una mujer adúltera que iba a ser lapidada por los moralistas de
la época.
Curó el flujo de sangre de una mujer cananea sin exigirle
previamente la adhesión a la fe que él predicaba. Curó también al siervo del
centurión romano sin imponerle antes la obligación de repudiar sus dioses
paganos. Jesús hizo el bien sin mirar a quién.
Tengo amigos y amigas que
han contraído segundas nupcias. Todos por razones muy serias, que serían mejor
comprendidas por sacerdotes y obispos si éstos, como sucedía en la Iglesia
primitiva, tuviesen mujer e hijos. (Conviene recordar que Jesús escogió a
hombres casados para apóstoles, puesto que curó a la suegra de Pedro).
Contraer matrimonio es algo tan importante que la Iglesia hizo de ello
un sacramento. Sucede que, antes de ser una institución, el matrimonio es un
acto de amor. Y hay uniones que fracasan, pues todos somos frágiles y pecadores,
y nuestras opciones, sujetas a lluvias y tormentas, debieran merecer también la
misericordiosa comprensión de la Iglesia.
Tengo amigos y amigas
divorciados que han reconstruido sus relaciones afectivas y se niegan a acatar
la prohibición de comulgar. Mi amiga D., tres meses después de su matrimonio
sufrió con su marido un grave accidente de tránsito. Él quedó tetrapléjico. Dos
años después, con la anuencia de él, ella contrajo una nueva relación, una vez
que oyó decir al hombre con quien se había casado en la Iglesia: “Porque te amo,
quiero verte plenamente realizada como mujer y madre”. Ella y su nuevo esposo
visitaban periódicamente al hombre accidentado, que sobrevivió siete años y fue
el padrino del primer hijo de la pareja. ¿Debo decirle a esa amiga que Dios, que
es Amor, no está en comunión con ella y que, por tanto, trate de guardar
distancia de la mesa eucarística, pues la Iglesia la considera “una plaga”?
Cierta noche me encontraba en Boca do Acre, en plena selva amazónica, en
la celebración de una comunidad eclesial de base. Doña Raimunda, madre de seis
hijos, cuyo marido se había ido a la Transamazónica en busca de trabajo -donde
estuvo cuatro años sin dar señales de vida (y ella supo que él había constituido
allá otra familia)-, dijo en la misa, en el momento de la oración de los fieles:
“Quiero agradecer a Dios por haberme dado otro marido que es un padre bondadoso
para mis hijos”. Doña Raimunda se unió a otro hombre que la ayudaba en la
sobrevivencia y en la educación de los hijos en una situación de extrema
penuria. ¿Debería decirle que no se acercara a la mesa eucarística? En aquel
momento el papa Juan Pablo II, de visita en Chile, daba la comunión al general
Pinochet.
Querido papa: leo en la primera Carta de Juan
que “Dios es Amor. Quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios
permanece en él” (4,16). Esas personas que cité, y tantas otras que conozco,
aman y por tanto Dios permanece en ellas. ¿Debo advertirles que no son amadas
por la Iglesia y que, por lo mismo, tienen prohibido recibir el pan y el vino
transustanciado en el cuerpo y en la sangre de Jesús, el Señor de la compasión y
de la misericordia?